La niebla y la doncella   ::   Silva Lorenzo

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Echó a andar dócilmente hacia el coche, se instaló en el asiento del conductor y cuando los demás montamos y cerramos las puertas arrancó y emprendió en silencio el camino del puesto. Por el retrovisor pude ver la mitad de la cara de Chamorro. Había superado sus expectativas, lo que me llenaba de satisfacción. No me hacía ninguna gracia, como se comprenderá, que mi compañera se creyera capacitada para desentrañar las debilidades de mi carácter.

El puesto donde había servido en su día Anglada, y que seguía mandando Nava, ahora ascendido a sargento primero, se encontraba junto a la carretera. De reciente construcción, y más habitable y discreto que la media, casi no se habría distinguido de un edificio civil de no ser por la bandera izada a un mástil a la puerta y por el guardia que la vigilaba.

El sargento primero Nava andaría por los cuarenta años. Era un hombre bien plantado, y celoso de su aspecto. Peinado con esmero hacia atrás, uniforme limpio y bien planchado, zapatos relucientes, reloj de acero bastante elegante y unas gafas de sol que no habría dudado en ponerse el tipo del anuncio de Martini. Además de eso, resultó ser un individuo que transmitía una sensación de responsabilidad y de hospitalidad sincera. Nos hizo pasar a su casa y le pidió a su mujer, una canaria cantarina y simpática, y lo menos diez años más joven que él, que nos preparase un aperitivo. Podría haber parecido el clásico gesto de emperador de la casa, pero tuvo con ella, reparé en el detalle, la deferencia de estar pendiente para traer él de la cocina la bandeja con las cervezas y los cuatro platos de picar.

– Pues bienvenidos a La Gomera -dijo, alzando su cerveza-. Si me permitís un consejo, para empezar no hagáis caso de los chistes de gomeros.

– ¿Qué chistes son ésos? -preguntó Chamorro.

– Si te sabes los chistes de léperos en la Península, pues son más o menos los mismos -le informó Anglada-. El caso es que durante mucho tiempo la gente vivía aquí bastante aislada, por los malos caminos, y que los de La Gomera han pasado siempre por ser los más cerrados del archipiélago. Por eso los eligen para los chistes de tontos, como a los de Lepe.

– Puestos a buscar coincidencias, hasta hay en la isla un pueblito que se llama Lepe. Pero ojo -dijo Nava-. Aquí, el más tonto hace relojes.

– Como en Lepe -añadí-. Una vez tuve un muerto allí. Y están forrados.

– Ya veréis -prosiguió Nava-. Tienen una isla que es una maravilla.

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