La niebla y la doncella   ::   Silva Lorenzo

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Y se las arreglan para sacarle dinero de todas las formas posibles: con el campo, con el turismo, con la naturaleza. Y sin destrozarla, que ya tiene mérito. Será porque están acostumbrados desde siempre a convivir con las dificultades que les pone esta orografía endemoniada de montes y barrancos.

– Aunque ya no necesiten el famoso silbo gomero -dijo Anglada.

– ¿El qué? -preguntó otra vez Chamorro.

– El silbo. Una especie de código para comunicarse con silbidos de extremo a extremo de los valles. Ahora ya no sirve para nada. Tienen el móvil.

El implacable teléfono móvil, pensé por enésima vez. Yo me resistí durante un tiempo a usarlo, lo que prueba mi incapacidad para anticipar el futuro. No supe ver que iba a alterar el sentido de la realidad de la gente. Si el pobre Julio Verne hubiera tenido la intuición de que un día existiría tal cosa, no habría perdido el tiempo con submarinos, viajes a la Luna y otras tonterías que en comparación resultan marginales y anecdóticas. Pero el servidor de la ley que me habita me llamó entonces al orden. Eran las doce y no me encontraba allí para mantener una tertulia sobre sociología isleña, por más que la cuestión resultase de cierto interés para mis pesquisas.

– Anglada ya nos contó lo que pasó aquella noche -dije.

Nava asintió lentamente.

– Poco puedo añadir yo a lo que os haya dicho ella. Ruth vio el coche, lo persiguió, lo encontró luego abandonado. Cuando yo me incorporé ya había sucedido todo. Sí os puedo hablar del concejal -aquí se interrumpió para dejar escapar una risa floja-. Si me dejáis mentar la bicha.

– No descartamos nada -aclaré-. El juicio salió como salió. Pero esto es una investigación policial y nos llevará adonde tenga que llevarnos.

Nava hizo una pausa para volver a beber de su cerveza.

– No sé -continuó-. El asunto parecía claro como el agua. El tipo estaba nervioso y se contradijo cuatro o cinco veces, como poco. Era su coche, tenía motivos, todo parecía coherente. Pensó en deshacerse del chaval en el parque, que en principio era un lugar ideal, pero el plan se le fue al traste cuando se cruzó con nuestra patrulla y se dio cuenta de que podían haberle tomado la matrícula. Por eso tuvo que fingir luego el robo de una forma tan chapucera, como si hubiera sido una idea desesperada que se le ocurrió sobre la marcha… Mira, yo no soy Sherlock Holmes, sólo llevo un puesto pequeño en esta isla que está a tomar por culo de Baker Street, pero me habría dejado cortar una mano antes de pensar que el asesino era otro.

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